martes, 20 de enero de 2009

El coronel que creyó [Cuento]



















Imagen tomada de Deviantart.com


"Ser peruano es un acto de fe"
Alonso Cueto

Se encontraba aquella noche por el antiguo bar Queirolo de la esquina de las calles San Martín y Vivanco en el corazón de Pueblo Libre. Soledad del frío invierno limeño. Ya se había hecho costumbre comer una inmensa papa rellena antes de saludar a las queridas y frías botellas que le hacían compañía todos los viernes por la noche. Lo único que llevaba en ese tipo de noches eran sus ganas de tomar y su vieja billetera repleta de billetes, 20, 50, a veces, muy raras, 100; la pensión que le dejaba sobrevivir aún en su pequeño departamento de soltero, comiendo el menú del día en restaurantes distintos a diferentes precios cada día, con una lata de frijoles en la despensa y una coca cola de litro en el refrigerador.

Once de la noche. Comenzó, como siempre, con su copita de pisco sour, porque el coronel, pese a todo, aún creía en el patriotismo, aún tenía fe en su pobre y maltratado país y ¡Viva el Perú, Carajo! Luego, continuaba con algunas cervezas; en otras ocasiones, vino; todo, pero nunca ron, lo odiaba. Sólo él sabía el porqué de ese rechazo. Esta semana, Carlos, el barman, que ya lo conocía después de un par de años de constante visita le sugirió un Whisky, un Johnny verde. El coronel simplemente movió la cabeza relajadamente de lado a lado dejándole claro a Carlos su respuesta.
-Prefiero chelitas nomá compradre.
-Lo que diga Coronel.

Casi siempre tomaba sólo, se controlaba para poder irse a horas prudentes y evitar complicaciones en la calle; aunque a veces se daba sus trancazas con algún compañero en descansó o en retiro para tener compañía al regresar a casa; siempre tenía presente aquella paranoia hacia la calle y la oscuridad. Pero esta noche su orgullo pesaría más. Esta noche, justo una noche como esta. Él ya se lo presentía… lo sabía…
- ¿Coronel Pedraza? – escucho el Joaquín a sus espaldas. Al voltear no lo podía creer.
- ¡Ramírez! ¿Cuántos años han pasado? Por el amor de Dios – se exaltó el coronel.
- Diría que unos… ¿Diez? Que importa ¿Cómo ha estado Coronel?
- Sobreviviendo, ¿te tomas unas chelas?
- ¡Gracias!
- ¡Salud!

Ramírez. Sebastián Ramírez, sargento en retiro del ejército peruano; gran amigo y compañero de tropa del coronel Joaquín Pedraza se encontraba de pasada y después de un par de cervezas y una conversación histórica optó por retirarse; otro tipo de deber lo llamaba: una familia. El coronel siempre se mantuvo soltero y no conocía el peso de aquella palabra, se casó con su carrera militar y terminó con la vida desecha. El coronel ya estaba acostumbrado a encontrarse con viejos compañeros y subalternos; estos encuentros lo animaban, pero pocas veces la compañía podía durar hasta el final de la noche y por terminar una buena cantidad del licor.

Esa noche, la melancolía destrozó al coronel. Era 10 de Septiembre, un día como ese lo habían humillado después de haber sacrificado la vida por el bien de su país. ¿Pedraza corrupto? Nunca. Por culpa de unos cuantos pago pato. Se paso de tragos. Una y media de la madrugada. El coronel estaba descompuesto, fuera de sí. Ese día en el bar se encontraban dos grupos de amistades de edad no tan avanzada, cuando el coronel escuchó:
- Escucha, cumpa. Esos perros del ejército y la policía ganan más de lo que se merecen, la verdad que nosotros nos rompemos el lomo pa’ llevar el pan a la casa y esos concha’susmadres comen lomo fino con nuestra plata y pa’ concha no hacen ni mierda.

Normalmente, el coronel, y todavía en ese estado, hubiera enfurecido y coléricamente le habría roto los huesos del rostro al tipo que habló; sin embargo, contra todo pronostico, Joaquín Pedraza optó por exclamarle irónicamente:
-Oye “Cumpa”, ¿Sabes que pasaría o qué sería de ti si no existiera la fuerza armada o la policía en nuestro país?
-Y tú ¿quien eres? – respondió el sujeto
-Respóndeme “amigo”, no quiero bronca, no te preocupes, ya tuve suficiente en toda mi vida – dijo el coronel.
- Pues no sé… Díganoslo usted ¿señor…?
- Joaquín Pedraza

Para ese momento en el bar había como 13 personas rodeando al coronel, el ambiente no era de tensión. Sólo Carlos había percibido lo que había disgustado tanto al coronel, él conocía su historia.
- Antes necesito saber ¿tiene usted perro amigo? ¿Hijos? ¿Esposa? – Señalo el coronel ante el hombre y el público en total expectativa y atención al diálogo.
- Si, tengo un perro. También tengo esposa, un hijo de 16 y otra hija de 17 ¿Por qué esa curiosidad? – se extraño aquel extraño hombre.
- Sabe… si la policía y el ejército no hubieran existido desde antes que usted naciera, probablemente la violencia de la sierra en los años ochenta habría penetrado completamente en Lima; además, su perro hubiera terminado colgando de un poste en alguna calle; probablemente su hija y su esposa estarían violadas y su hijo habría sido forzado a ser senderista; y usted probablemente estaría muerto – expresó sin asco el coronel.

Las palabras del coronel no hirieron a aquel hombre, simplemente, lo dejaron frío y reflexionando. Sus puños se cerraron, pero luego volvieron a abrirse con suavidad. La mirada de todas las personas se volvió cabizbaja. Vergüenza. Todos sabían cómo había sido ese tiempo. Sin embargo, desde el fondo del bar, se escuchó una voz fuerte perdida entre la multitud del bar, una voz joven:
-En esa época, también ustedes mataron personas inocentes.

En ese momento el coronel estalló… y exclamó en voz alta:
-¡Amigos reunidos aquí en este bar! Si pudiera me gustaría retar a cualquiera de ustedes a ir a un pueblo de la sierra en plena época de senderismo; cuando entre más de 50 campesinos observas rostros inocentes, pero, sabes, que entre ellos se encuentran refugiados los terroristas; cuando en las noches no se dormía con el temor de no despertar o encontrar a tus compañeros muertos y degollados como gallinas; cuando se escuchaban los murmullos entre la gente diciendo chismes o pasando la voz del plan senderista. Apostaría la vida a que la mitad de ustedes se orinaría de miedo en plena zona de terror. No justifico las malas acciones del ejército, pero me parece que era difícil la situación ¿o no?

Luego de un vaso de cerveza, prosiguió:
- O también los retaría a ir a la frontera con los ecuatorianos en plena guerra del Cenepa. Los invitaría a camuflarse en plena vegetación, a confiar en hojas, ramas y arbustos para que no les atraviese un pedazo de plomo; a cruzar ríos desconocidos de la selva y a guiarse por su sentido común y una brújula; a no ver un camino concreto y a cagarse de miedo nuevamente hasta mojar el último pantalón seco que les quede; a ver a sus compañeros morir tras pisar una mina escondida o ver sus miembros esparcidos por todo lado; a tener la cara salpicada de sangre y pensar todo el tiempo en su futuro: ¿un día? ¿dos días? ¿una semana?

Para ese rato, todos en el bar prestaban atención a las palabras pronunciadas por el coronel en voz alta.
- Salud “amigos” – pronunció el coronel luego de tomar su vaso y secar su cerveza.

Justo en ese instante… todo fue silencio.

Afuera continuaba el rocío matinal. Después de tanta palabra y trago se harto del pasado. Se dispuso a abandonar el antro y el orgullo retenido dentro de él, aumentado por sus históricos relatos, así como el licor, le impedían pedir ayuda, era una señal de debilidad según él. Como dicen los jóvenes: el coronel estaba en otras.
Ningún peruano de corazón demuestra debilidad, concha’sumare pensó el coronel.
-¡Ya me voy Carajo! y déjenme sólo- grito el coronel mientras abandonaba el piso de cerámica dura hacia el pavimento; las risas fueron generales. Y tristemente, nadie se disponía a ayudarlo.

Sin embargo, él sabía lo mal que se encontraba. Tambaleando de lado a lado, se aproximó a la puerta y se dispuso a continuar… Las sombras lo cubrían todo, las tenues luces amarillas de los faroles de la calle no alumbraban lo suficiente, ni para poder caminar sobrio. Las 3 de la madrugada y una sola alma en la calle Vivanco: la suya. De pronto, el coronel empezó a confundir las cosas. Disparos lejanos, la bocina de un auto, una marcha fúnebre, más disparos, una procesión, una explosión de granada, insultos y el mar.

Continúo caminando, todo estaba oscuro y su visión se confundía a cada paso más, se mareaba, pero no importaba. El coronel se defiende sólo y, como sabía, él podía contra cosas peores. Sin embargo, no pensó en aquellos pirañitas que salieron de la nada de las transversales de Vivanco, provenientes de quien sabe que barriucho de Lima. Primero lo interceptaron y luego comenzó lo peor.
- ¿Qué chucha quieren? – les grito el coronel con los efectos del alcohol.

Después de sus palabras, sorpresivamente, un piraña lo agarró por la espalda inhabilitándolo totalmente; tan sólo un par de golpes lograron que terminara en el piso, luego lograron extraerle la vieja billetera, su contenido y el viejo celular que portaba. Después de patearlo al ver el corto contenido de la billetera, le quitaron la ropa y lo dejaron desnudo en plena calle. Uno de los rateros, al encontrar su carnet militar, subió la mano a su sien, la bajo y le estiro el dedo medio alejándose en la oscuridad. El coronel se paro contra todo pronóstico, pese al alcohol y el orgullo herido, y recordó... una vez más

Al final de todo, creo que nadie se hubiera imaginado que el gran coronel del ejército, héroe de guerra y soldado inmutable, Joaquín Pedraza, juzgado incorrectamente, iba a terminar borracho y calato en una esquina vacía de Pueblo Libre cantando, bajo la lluvia limeña rala y húmeda, el himno nacional…

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Diseño del artista cusqueño Jorge Flores Najar, mi querido Tío.