viernes, 13 de marzo de 2009

El reloj [Cuento]
















“El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto.”
Charles Chaplin

La conocí un día de lluvia en la ciudad, llevaba un abrigo y una cartera, siempre con el cabello suelto y su particular sonrisa, pero lo que más me gusto de ella fueron sus ojos; fue entonces cuando me ofrecí a llevarla a casa después de un agotador día de trabajo. Estudiaba en la universidad a la cual había sido invitado para un curso de administración; desde que la vi supe que no sería el mismo desde ese día. Le invite un café y conversamos un poco de aquello, un poco de lo otro y, sobre todo, un poco de los dos. Compartimos gustos, canciones y uno que otro libro. La dejé en su casa de Miraflores alrededor de las diez. Ese fue el día en que compré el reloj. Un día que cambio la rutina diaria.

Desde aquel día, cambié. Mi manera de ver el mundo se turno de forma distinta, parecía que mi reloj cambiaba la velocidad del tiempo; mis ratos de la universidad, aburrido, se hacían más largos; el lapso de dos de la tarde a dos y cuarto parecía ser de una hora; luego cuando me veía con ella, después de mis clases y el largo camino hasta su universidad, el tiempo pasaba volando, de cuatro de la tarde a ocho o nueve de la noche parecía pasarse en cuarto de hora. Tenerla a mi lado era un vicio que se había institucionalizado en mí, escuchar su voz, sus problemas, sus logros, me hacía sentir que seguía vivo. Ella hacía que mis defectos cariñosamente desaparecieran y mejoraba mis talentos y habilidades con su apoyo, me inspiraba a escribir.

Supe que era para mí un martes de soledad eterna en el escritorio de mi departamento, cuando estudiando para dar un examen que sabía que iba a aprobar, me distraía pensando en ti; mis ojos se enfocaban en el libro y en las infinitas oraciones y palabras del compendio de derecho penal 1, pero mi mente volaba hacia donde se encontraba; ella en su cuarto, ella en el centro comercial, ella en la cocina, ella junto a mi. Nunca pude dejar de pensar en ella. Al día siguiente reprobé el examen, no me importó, pero a mis padres sí. Es curioso como la mente se puede llegar a concentrar en lo que de verdad le importa y dejar de lado otras cosas peligrosamente.

Fuimos al cine, a ver la película más triste de la cartelera, era un día particular; lo supe porque el reloj comenzó a fallar desde la mañana. Antes de irme a la Universidad lo iguale con la hora exacta anunciada en la radio justo antes de tocar nuestra canción favorita. Ya por la tarde, después del tedio diario de las clases, supe que era el momento de decírselo, de admitir que estaba loco por ella, que mi vida cambió para siempre cuando la conocí, que cuando estaba con ella mi corazón rompía el record mundial de palpitos por segundo, que no podía pensar en casos o leyes porque ella ocupaba todo mi pensamiento. Aquella tarde, cuando sus ojos color caramelo brillaron con la luz del único faro que iluminaba aquella calle, era la situación perfecta, el momento preciso, pero simplemente las palabras no brotaron, se quedaron dentro de mí y entramos a aquella sala de cine como dos mimos sin imaginación.

Al salir pudimos escuchar la canción que había escuchado en la mañana juntos; fue en ese instante que todo a nuestro alrededor se detuvo, mire a mi reloj y avanzaba con normalidad, fue entonces cuando me di cuenta que los únicos que nos movíamos éramos ella y yo; sé que exactamente ese rato pude agarrarla de la mano y decirle todo lo que sentía por ella, pero no pude nuevamente porque contra todo pronostico, antes de mis palabras la agarré entre mis brazos y logré abrazarla con toda mi fuerza. La luz de la luna estaba sobre nosotros, el tiempo detenido y no pude ni siquiera murmurar un “te amo”.

El reloj se detuvo en ese momento; todo comenzó a moverse con normalidad. Ocho de la noche con cuarenta minutos; era un día de Abril. No pude evitar verla, estaba con los ojos cerrados, abrazándome. El viento susurraba y se mezclaba con el sonido de las olas rompiendo en la costa. Desde donde estábamos se podía observar la oscuridad del mar hacia el horizonte y hacía frío; pero no nos importaba porque aquel abrazo con los ojos llenos de lágrimas nos calentaba a pesar de todo; a pesar del momento que Dios me concedió y desperdicié, a pesar del ambiente de amor que el destino armó para mí; sólo estábamos concientes de ese momento, el mar y aquel beso que no pudimos darnos aquella noche.

Mi reloj nunca volvió a andar...

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Diseño del artista cusqueño Jorge Flores Najar, mi querido Tío.